
Insultada de todas las maneras posibles, agraviada por su origen, por su género, por animársele a los poderosos, por despreciar la “beneficencia” de la oligarquía y concretar derechos para los más humildes
Una crónica en primera persona del golpe militar apoyado por EEUU, que hace 50 años arrasó con la democracia en Chile entronizando al dictador Augusto Pinochet.
Cultura - Historia 11/09/2023 Por Tatiana Coll*Por Tatiana Coll*
Eran las 6:30 de la mañana, una madrugada que ya empezaba a estar fría, sobre todo al pie de la cordillera donde vivíamos. Sonó el teléfono, reconocí de inmediato la voz cubana del flaco Olaff, que decía: «el golpe va, ya comenzó, tienen que venir todos a la embajada para protegerse».
Así llegó, de pronto, lo que habíamos hablado y discutido hasta el cansancio; se nos vino encima sin más. Encendimos la radio convenida, por donde se transmitirían las instrucciones, pero estaba en silencio. Había que sacudirse y salir a buscar a los compañeros, las armas personales que había y llegar a la embajada de Cuba. Cerca ya de la embajada dimos de frente con un reten militar que nos detuvo. Me puse a gritar que tenía dolores de parto, contracciones; que teníamos que llegar al hospital. Yo podía hablar con acento chileno. Nos dejaron dar la vuelta y regresar.
La embajada estaba ya rodeada y sería atacada al medio día. Como muchos, no sabíamos qué hacer, a dónde ir. Nadie realmente sabía lo que era un golpe de Estado, a pesar de haberlo leído y escuchado. A pesar de saber sus fechas y lugares: Guatemala, Paraguay, 1954; Haití y Argentina 1956; Ecuador, 1962; Brasil y Bolivia, 1964; República Dominicana, 1965, y los recientes de Bolivia y Uruguay.
Ese día, Allende anunciaría que se convocaba a un plebiscito, propuesta concebida como la forma democrática de parar el golpe. El pueblo chileno tendría la última palabra. Si se perdía, se convocaría a elecciones; si se ganaba se ratificaba la voluntad de cambio y se fortalecerían las posibilidades de sostener el proceso, condenar el terrorismo y desenfreno de las derechas. Dos semanas antes frente a los atentados de Patria y Libertad, el presidente había dicho: «estamos al borde de una guerra civil y hay que impedirlo».
La conspiración estaba ya muy avanzada y organizada, presintieron que perderían el plebiscito y adelantaron el día del golpe. Sus primeros movimientos estaban calculados para destruir las posibilidades de organización de la resistencia. La Ley de Control de Armas y la información que obtuvieron en el pregolpe o tancazo, les permitió desarmar con tiempo los lugares de posibles combates y actuar con precisión. Bombardearon las torres de radio. Realizaron su estrategia: matar lo más rápido posible al mayor número, para aterrorizar y desmoralizar la resistencia. Así, sin escrúpulo alguno. Ni ortodoxos o reformistas, radicales o libertarios ni simples ciudadanos demócratas se salvaron: a todos arrasó el golpe.
Se decretó inmediatamente el toque de queda. Nadie podía estar en las calles ni moverse. Cambiábamos de casa para no comprometer a nadie. Pasados los tres días del toque, muchos salimos a recorrer las calles, intentando encontrar alguien que supiera qué hacer, dónde resistir. La impotencia era implacable. El temor crecía. Leigh, comandante de la Fuerza Aérea entrenado en Panamá y Estados Unidos y cabeza del golpe, aparecía reiteradamente en la televisión.
Su mensaje se me grabó de manera permanente: un cáncer marxista y extranjero se ha apoderado de Chile y hay que extirparlo totalmente, levantaremos piedra sobre piedra hasta encontrar a todos. La absurda guerra fría encarnada y avasalladora, que hasta hoy repiten. Yo pensaba en los compañeros obreros de los cordones, ¿dónde estarían? Se sabía que miles estaban presos en el estadio y que fusilaban por el río Mapocho.
Todos los días resonaban en mí las palabras de Fidel en su despedida de Chile en diciembre de 1971: “Me acusan de que vine aquí a enseñar, pero vine a aprender… he aprendido mucho… ¿Quiénes han aprendido más rápido en este proceso, el pueblo o los enemigos del pueblo?… En este singular proceso revolucionario, ellos han aprendido mucho y rápidamente… Aquí he visto al fascismo en las calles, han tomado las calles”. Los días pasaban, el cerco se estrechaba sobre todos.
Habían arrasado con la población Nueva Habana, entraron a la nuestra y se llevaron a varios compañeros al estadio. Algunos socialistas nos aconsejaron entrar en la embajada de Argentina y explicaron el procedimiento: alguien vigilaba desde el balcón, había que pararse en una esquina donde no nos veían los militares, el del balcón avisaba al cónsul que salía a la calle para dejar la puerta abierta y cubrir a los que podrían entrar, o bien brincar el alto muro de detrás que colindaba con el hospital.
En la embajada –una casona colonial con jardín y barda alta– estábamos unas 700 personas, había sólo tres baños, un salón grande donde se amontonaba la mayoría y unas cuatro habitaciones en la planta alta para los mayores y mujeres con niños o embarazadas. La Cruz Roja abastecía una vez por semana, organizamos comisiones de limpieza, cocina, médica y otras. Había muchos chilenos; reconocí alguno de los interventores de fábrica, periodistas, Ariel Dorfman, una sobrina de Allende.
También argentinos como Sergio Bagú, reconocido historiador; Roberto Frenkel, economista; uruguayos, brasileños, bolivianos. En condiciones sumamente difíciles nació mi hija el 8 de octubre. Lograríamos salir hasta noviembre a una turbulenta Argentina. Pronto, demasiado pronto, cayó allí también un sangriento golpe, que selló el acuerdo de la operación Cóndor entre Chile, Argentina, Paraguay, Brasil, Uruguay y Bolivia. La muerte se enseñoreó sobre el cono sur de Nuestramérica.
*Investigadora de la UPN. Autora de El Inee
La Jornada / HORACERO
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